Un viaje relámpago
- Valeria Provenzano
- 6 may 2019
- 4 Min. de lectura
La noche del sábado 27 de abril fui a Samone, un pueblito encantador del Piemonte italiano, para celebrar el cumpleaños de mi amigo Matteo. No muy lejos de sus techos de terracota, Samone se ve rodeado por los Alpes que marcan los confines con Francia y Suiza, una inmensa cadena que se vio nevada desde la punta hasta la cintura, y luego reverdecida hasta los pies, desde que tomé el tren en la estación de Porta Nuova, en el centro de Torino, hasta que me bajé en Ivrea, el terminal más cercano al pueblo.
Esa tarde salí de casa un poco después del mediodía para comprar el regalo de Matteo y el ticket del tren, y luego de hacer ambas cosas tuve tiempo de pasear un poco. Caminé la Vía Roma, famosa por sus tiendas elegantes adornadas por vagabundos recostados en sus vitrinas de precios exorbitantes, preciosas columnas que sirven de muestrarios para artesanos, y el paso de autos de lujo cuyas cornetas retumban entre el mármol gastado y las cabezas de los compradores. Al final de la calle comienza la plaza San Carlo, que da la bienvenida a su inmensa área peatonal con las partes traseras de las iglesias de Santa Cristina y San Carlo. Ahí reposan dos esculturas, tras la de San Carlo la de un hombre y tras la de Santa Cristina la de una mujer, que parecen estar tomando el sol a orillas de un riachuelo emulado por las pequeñas fuentes que las protegen de los transeúntes. Ese día había andamios sobre la mujer, y sobre ellos obreros haciendo mantenimiento a la santa retaguardia. El episodio de Notre Dame ocurrió menos de un mes antes, por lo que esa escena absorbió completamente mi atención. Me pregunté si así se veía Nuestra Señora de París antes de consumirse. Era un momento extraño, la mujer parecía estar viva y absorta del ruido propio de las construcciones y eso me hizo querer retratarla. Saqué el lente de la cámara del teléfono y logré varias capturas de lo clásico en medio del caos que significan las familias paseando, las cajas registradoras facturando y las plataformas emulando una gran sombrilla de metal.
Mientras revisaba las fotos recién hechas, escuché el repique de unos cueros y levanté la cabeza como un sabueso que acaba de olfatear el vestido de una niña perdida en el medio de un bosque. Encontré, al otro lado de la calle, a cinco tocadores que hacían la clave del candombe y casi sin advertir lo que estaba a mi paso me acerqué a ellos. Cuatro eran fenotípicamente italianos y uno africano. Entre los tambores no habían un chico, un repique ni un piano: tres parencías djembés y los otros dos congas. Los detallé y pude determinar que uno tenía el continente africano tallado y los otros las banderas rastas pintadas, justo antes de darme cuenta de que el ritmo había cambiado y ya no resonaban mi comparsa mental entre las bases de sus maderos. Se esfumaron las esperanzas de estar frente a uruguayos mochileros que vivían de las monedas que ganaban aquí y allá.
Seguí mi camino hacia la plaza y luego de unas vueltas comencé a sentir hambre y a mirar cómo mi teléfono se quedaba sin batería. El tren salía dentro de media hora, así que decidí ir a comer al Mc Donalds de la estación ya que estaba a diez minutos de mi posición y a cincuenta metros del andén, rogando a los dioses que la única mesa con tomacorrientes estuviera vacía. Al llegar al establecimiento lo estaba, así que fui directo a la caja. En los cuatro minutos que les tomó cocinar el plástico en forma de hamburguesa y sacar la botella de agua de la nevera, se ocupó la mesa. Decepcionada de que el restaurante de comida rápida no hubiera sido lo suficientemente rápido como para satisfacer mi necesidad, me senté a comer en la mesa de al lado de la que tiene el enchufe, e inevitablemente a evaluar a sus ocupantes: un hombre canoso con una crineja poco poblada, larga hasta la cintura, dos mujeres y un bebé. Se trataban de una madre con dos hijos, una adolescente y uno lactante, y de un señor desconocido con el que se regocijaban entre el olor a papas fritas y la fortuna de encontrarse con gente agradable de manera inesperada. Nada que no pudieran hacer en otra mesa, porque no estaban usando el enchufe. La madre tenía acento extranjero y aspecto de latina y la hija parecía india. Afiné la oreja para diferenciar de dónde veían y encontré en la hija un italiano de lengua materna y en la madre una fresca cadencia brasileña. Yo solo quería saber de dónde eran y terminé enterándome de que la madre era una bruja blanca que venía de una familia de brujos a la que la enorgullece cuidar a su gente a través de sus dotes y no hacer nada negativo, aunque pudieran. Me enteré también de que su esposo es de Calabria y, aunque no le gusta la brujería, en su casa se respetan y el espiritismo y el catolicismo mantienen una buena relación. Llegó la hora en la que el señor debió tomar su tren y todos abandonaron la mesa.
Mi hamburguesa estaba en medio de un mordisco, por lo que no me dio tiempo de moverme antes de que lo hicieran las dos porteñas que aparecieron de la nada y actuaron antes de que yo lograra tragar. Ellas sí usaron el toma corrientes, así que me pareció justa su abrupta aparición. Tuve la idea fugaz de hablarles, de preguntarles si tenían familia en la provincia de San Juan de la Argentina porque estoy escribiendo algo que se desarrolla ahí y quisiera tener algunos detalles, pero mi introversión y sensatez no me permitieron siquiera levantar la cabeza.
Cuando terminé de comer se había hecho la hora de acercarme a la plataforma del tren que debía tomar. Al final no pude cargar el teléfono, por lo que salí de Torino con 20 porciento de batería y la imposibilidad de sacar fotos en el camino por miedo a perderme y no poder pedir auxilio, pero la tarde me había regalado un viaje relámpago a Uruguay, Brasil y Buenos Aires, su imaginario y sus sonidos. La multiculturalidad de Torino nunca se había portado tan bien.
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