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Los hijos de la nada

  • Foto del escritor: Valeria Provenzano
    Valeria Provenzano
  • 29 jul 2020
  • 4 Min. de lectura

El universo se creó hace aproximadamente 13.800 millones de años. El big Bang, o «gran explosión», bajó la temperatura de lo que había y formó la materia, el espacio y el tiempo. Hay varias teorías sobre si el «big» fue más o menos «big», o sobre si el «Bang» realmente existió, pero es a partir de esta que podemos nombrar, calificar y cuantificar lo que nos rodea, lo que somos y lo que vemos. No hay pruebas que afirmen que antes del big Bang no hubiera algo, pero solo podemos acercarnos a los componentes del universo, tal y como los conocemos ahora, a partir de ese momento.


Antes de la gran explosión pudo haber, como se ve en las películas, elementos que no sabemos identificar, levitando, rodeados por materia oscura. Pudo estar Dios combinando brebajes, frustrado porque no le salía lo que esperaba, echando abajo el laboratorio que mezcló accidentalmente lo que dio origen al Génesis. Pudo estar Zeus obstinado de los demás dioses, lanzando el rayo que creó los cielos, las lunas, las aguas congeladas, las órbitas, la materia cósmica y las galaxias. O cualquier otra especulación, calle ciega, o pregunta imposible de contestar.


Aun cuando no podemos asegurar lo que había –fe, ciencia experimental y corazonada aparte-, podemos darle un nombre a lo que precedió la materia que ahora podemos articular: la nada. La paradoja de este concepto es, sin embargo, él mismo. La nada es la ausencia de explicación, y es también lo que existe antes de que cualquier elemento pueda ser pronunciado. Es lo que tiene forma, pero no cuerpo. Algo que tiene espacio, pero no lo ocupa. Es el vacío que llena un lugar. Es aquello sobre lo que se edificó, se creó, y en lo que se transforma lo destruido. Es el inicio y el final. Y yo sé de mucha gente que viene de una «nada».


La nada de esta gente es un país enigmático. Una ruina que no fue creada por bombas atómicas o misiles, sino por elementos más sádicos que el fuego, el uranio y el plutonio. Tiene figura legal y se puede ubicar en el mapa como una línea que rodea un rinoceronte, pero es inexplicable desde cualquier lógica conocida. La nada hospeda, pare, sepulta, mata, revive y miente. Sobre todo, miente. Hospeda ejércitos que se enfrentan a diario, aunque asegura que no hay guerras. Pare niños, cachorros y rutinas a punta de pujos, sufrimientos, sudor y cansancio. Todo nace ensangrentado, todo agota. Sepulta gente, voluntades y recuerdos. Se sepulta las extremidades, el pasado y las ideas. Sepultó las buenas intenciones y las tapó con grama artificial. Mata por acción y por omisión. Revive en blanco y negro, en el mejor de los casos, como el recuerdo de una vida antigua, y revive repotenciada de maldad, en el peor de ellos, con cada decisión que le mata a un hijo.


La nada niega sus incapacidades, sus hogueras y sus faltas. Engaña puertas adentro y puertas afuera. Se aprovecha de su encanto, de su odio, de su fuerza, de su poder desmesurado, y vuelve a mentir para manipular. Para multiplicarse como espacio infértil que obliga a plantar. La nada, esta nada, es la tristeza del abandono. Es la ausencia de bondad. No es el vacío, sino lo inexplicable. Hasta para mí, que me vio nacer. Hasta para mí, que la vi crecer.


Esta nada es inconsistente. Toma la forma de lo primero que despunte: el sol, un pájaro o un proyectil. Se disfraza de cualquier cosa que la mantenga indescriptible. Se aprovecha hasta del virus para mantenerse a flote. Utiliza sus muertos para tapar el hampa, su distanciamiento para mantener a las personas alejadas de los mercados vacíos desde hace años, su aislamiento para detener el éxodo, su nombre para mantener preso a todo Dios, y la improvisación para corroer.


Los hijos de la nada están cautivos adentro y desprotegidos afuera. Algunos duermen en aeropuertos extranjeros, se cubren de malos olores y comen caridad. Son solo un número que debió volver hace meses. Son inexistentes, como su hogar. Quienes han logrado entrar están en estructuras improvisadas para la cuarentena en las que conviven enfermos y sanos. Quienes se quejan reciben palizas de los militares que alaban la nada. Los que siempre estuvieron adentro combaten el virus sin agua y con tapabocas de tela y papel, porque una caja de los que sirven cuesta lo mismo que la comida de un mes. Ahí la lucha no es contra la muerte, sino contra la manera en la que se va a morir. Sus médicos y enfermeros visten con bolsas negras porque tampoco hay dinero para batas, y combaten el virus con lo único que les queda: fe y paciencia. En la nada también hay tuberculosis y malaria, pero de eso no se habla porque no está de moda. Esos muertos también están a nombre de China.


La nada nos cuelga del cuello a unos y cuelga por el cuello a otros. Es la suma de hambre, penumbra, caos, pistolas, gritos y suciedad. Es cínica, ciega y falaz. Es una excusa eterna que niega su ineficiencia, deja sin palabras al sabio, sin respuestas al terco y sin preguntas al curioso. Deja sin expresión a cualquiera. Es una explosión en sí misma que desahucia a los saludables, desata ofensivas y se esconde tras mentiras para no definirse jamás. Para no ser descifrada y finalmente acabada. Para no dar paso a algo que podamos calificar.


 
 
 

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1 comentario


leodaliasalazar
30 jul 2020

Excelente mi Val! Te amo!

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