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Lo había olvidado

  • Foto del escritor: Valeria Provenzano
    Valeria Provenzano
  • 7 ago 2020
  • 5 Min. de lectura

Si mi hermana no me lo hubiera recordado aquella noche en la que pasábamos el tiempo con juegos de mesa, lo hubiera mantenido bloqueado por siempre. ¿Qué sería de nuestros recuerdos si no conociéramos el miedo?, ¿Cómo almacenaríamos tanto si los traumas no se encargaran de hacer espacio en nuestros cerebros? Y, esa gente que recuerda todo, ¿no tiene temores?, ¿cómo es tan valiente?, ¿cuán aburrida ha sido su vida como para no haber guardado nada en un archivo recóndito de su hipotálamo o entre las viscosidades de su amígdala?


¿Será que siempre he tenido miedo?


No lo recuerdo, pero mi mamá cuenta, como una gran lección recibida, que cuando me fue a buscar al colegio en mi último día de clases no me quiso montar en su carro. Yo estaba mojada porque, para seguir la tradición del cole, después de la última clase de bachillerato de nuestras vidas nos lanzamos a la piscina, y cargamos y lanzamos al agua a nuestros profes más queridos, a los directores, a los de mantenimiento, a los de la cantina y a todo el que se nos atravesó. Al verme empapada, mi mamá me dijo algo como: en mi carro nuevo no te montas así. Alguien, creo que directora del colegio, escuchó el severo tono de mi mamá e intervino diciendo algo tipo: vente en mi carro, Valeria. También es nuevo, pero se secará, y no todos los días se termina una etapa tan importante en la vida de una persona. Mi mamá siempre ha sido rígida, pero nunca bruta, y recuerda ese episodio como una lección de humildad que agradece haber recibido. De nuevo: no lo recuerdo, pero no me cuesta creerlo. A modo de joda, mi hermana y yo decimos que el orden de lo que más ama mi mamá es: 1- a Dios, 2- su carro, 3- a sus hijas.


Son muchos los episodios que tienen que ver con ella que incluyen un carro. Cuando yo era pequeña, mi mamá trabajaba muchísimo y llegaba a casa tarde. El portón del edificio se abría y cerraba constantemente entre las 4 y las 7 pm porque a esa hora volvían mis vecinitos de sus tareas dirigidas y clases de tenis, y sus papás del trabajo. Luego, el portón dejaba de sonar por un rato y el edificio quedaba en silencio. Después de cenar me iba a mi cuarto a imaginar a mis vecinos arreglando los morrales, sacando el uniforme para ir al colegio al día siguiente, hablando con sus papás. Seguramente Carolina estaría sentada en el piso de su cuarto mirando alguna película. Me encantaba el piso de su apartamento porque era de un material «raro», yo decía que de piedra. Era mi favorito de todo el edificio. Cori debía estar jugando con el Nintendo y Fabi, su hermana, seguro estaba intentando convencerla de que la dejara jugar. Las dos estarían en su litera, y probablemente Fabi estaría llorando, porque era de lágrima fácil. Seguro Gianni estaría sentado en su poltrona, frente a la TV, viendo la RAI. Habría cenado pasta, como todas las noches, y luego se habría hecho un café con su máquina de espresso. Su casa tenía un olor particular, a cuero con algo que no nunca logré identificar, que yo llamaba «olor a Rita», su esposa, porque así olían su casa, su carro y su oficina. Rita seguro estaba sentada viendo la tele con él, o en la computadora trabajando, porque cuando nadie sabía usar un mouse ya Rita era experta con las computadoras. Algunas noches el señor Fayad tocaba el piano. Yo dejaba de imaginar lo que hacían mis vecinos y me acostaba en la cama, boca arriba, con las manos detrás de la cabeza y las piernas cruzadas, para escucharlo con atención. Mi papá apagaba la tele de la sala y lo escuchaba también. No importaba si estaba mirando la RAI o si estaba estudiando una ópera, apagaba cualquier cosa que hiciera ruido y cerraba los ojos, igual que yo, para escuchar al señor Fayad tocando el piano. Y a eso de las 10 pm volvía a sonar el portón. Yo entreabría la persiana para ver el carro de mi mamá esperando, afuera del edificio, a que la inmensa compuerta terminara de abrirse.

Cuando lo hacía, me devolvía a mi cama y me hacía la dormida. Ella subía, se cambiaba, cenaba e iba a mi cuarto a despertarme con un beso en la frente. Yo nunca estaba dormida, lo fingía para que no me regañaran por seguir despierta a esas horas, o para intentar salvarme de su implacable revisión a mis cuadernos. Nunca lo logré. Me levantaba de la cama, me llevaba a la sala y me sentaba frente a la mesita sobre la que poníamos los pies cuando nos relajábamos en el sofá, arrancaba las páginas de los cuadernos y me hacía volver a escribir las clases del día porque mi caligrafía era horrenda. Yo en ese momento ya estaba llorando. Si caía una lágrima sobre alguna hoja, la arrancaba también, y yo debía volver a escribirla. Lloraba en silencio, sin entender por qué tenía una caligrafía tan fea o por qué mi mamá no se conformaba con que hubiera aprendido lo que estaba escrito o con que no tuviera fallas ortográficas. No lloraba por el miedo, sino por la rabia. Quizás por eso lo recuerdo.


- ¿Recuerdas la vez que el doctor le dijo a mi mamá, “¡esconda la camioneta, se van a dar cuenta de que están aquí!”?- me preguntó mi hermana riendo la otra noche.

- ¿Cuándo fue eso? – le pregunté.

- Que mi mamá le dijo: doctor, ¿en dónde voy a esconder una camioneta? – mi hermana volvió a reír.

- ¿Cuándo fue eso?

- Cuando fuimos al hospital.

- ¿A qué fuimos al hospital?

- Valeria, cuando el guardia le disparó al chamo con el fal, en las protestas del 2014. Que lo cargamos y lo llevamos a la camioneta y mi mamá lo llevó al hospital. Que el doctor era gocho, ¿te acuerdas?


Mi hermana dijo que la protesta fue cerca de la universidad y que nos escapamos por el centro comercial de al lado. Que el doctor estaba asustado porque si la guardia llegaba lo metería preso, como a tantos otros doctores a los que se habían llevado por asistir a manifestantes. Que mi mamá lo tranquilizó y logró que atendiera al muchacho. Que la camioneta quedó atravesada en la emergencia, y que el doctor pretendía que la desapareciéramos.


- ¿No recuerdas ni siquiera el chiste?

- ¿Cuál chiste?

- El de que mi mamá no te quiso montar mojada en la camioneta, en quinto año, pero montó al muchacho desangrándose –rió.

- Fue en la pierna, ¿verdad? –pregunté seria.

- Fue en la pierna, sí. El tiro fue en la pierna.


Recordaba haber leído una noticia, o más bien varias, de jóvenes que casi perdieron las piernas durante las protestas. Recordaba a los médicos presos y a mi mamá salvando gente de la cárcel y de la muerte. Recordaba a mi hermana en más problemas de los que alguna vez podré enumerar. Pero esta patria que me acompaña me borró ese día, ese tiro, la cara de ese muchacho y esa ida al hospital.


Han pasado seis años. Aún tengo miedo.

 
 
 

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