Micro relatos de terror para comprender una ciudad
- Valeria Provenzano
- 22 may 2020
- 5 Min. de lectura
Prefacio:
Al noreste de Venezuela hay un estado con forma de yunque. Un bloque de arena, sal, cacao, palmeras, cactus y golfos erguido sobre el continente y reposado en el caribe. Su capital es Cumaná, una localidad que se ha reñido, históricamente, entre el malquerer y la alegría desmesurada. Fue la primera ciudad fundada en América, y aunque los cumaneses lo presuman, su bautizo no fue otra cosa que un golpe de martillo y calor. A pocos kilómetros de su costa hay una isla, Cubagua, en la que los conquistadores consiguieron perlas. La salida de agua dulce más cercana a aquella potencial explotación de riquezas era un poblado indígena en el que desembocaba el río Cumaná –voz chaima que significa unión de mar y río-, así que sobre su suelo fangoso fundaron, en 1515, con el desdén propio de lo que se necesita pero no se quiere, Cumaná. Entre los pobladores originarios y los navegados se codificó, sin embargo, una raza carismática y ocurrente que pareció desarrollarse respirando bromas en lugar de yodo. Quienes fueron llegando a esa ciudad que es pesca, abandono y sabrosura se contagiaron con el mecanismo que abraza a todo el caribe: el de mofar los funerales y bailar hasta cuando se llora, haciéndolos crecer sobre esa dualidad que no permite comprender cuándo la risa se debe a una desgracia inventada y cuándo a una real.
Nací y viví en Cumaná hasta los 16 años. Hasta los 22 volví con mucha frecuencia, al menos una vez al mes, en las navidades, vacaciones de agosto, semanas santas, carnavales y a cualquier fiesta que se hiciera. Los últimos dos años que estuve en Venezuela ya era una adulta con responsabilidades y bolsillos de trabajadora de país hiperinflacionario, así que fui mucho menos. Durante esos 24 años la conocí y desconocí constantemente. Más bien jugué a desconocerla, porque en el fondo siempre hubo una vocecita que me recordaba los inexistentes límites de mi ciudad y su constante embate entre la picardía y el desconsuelo. Hace cuatro años salí de Venezuela y no he vuelto, desde entonces, ni a Cumaná ni a su gracia. Su pena, sin embargo, me ha alcanzado, ahora sí a niveles irreconocibles. Quienes quedan ahí: mi familia, mis vecinos y los familiares de mis amigos, no me cuentan chistes desde hace mucho. No me hablan de bailes ni de travesuras. No llega su risa adonde estoy. Sí llega, sin embargo, el terror: el golpe del martillo y el calor.
El mundo tiene el Covid-19, la recesión, la crisis, y cada nación, pueblo e individuo tiene su situación especial. Cumaná no sabe cómo se está comportando el virus en sus calles porque en los países dictatoriales la información es un lujo que nadie puede costear. Sabe mucho de recesión porque respira más miseria y hambre de la que puedo explicar. Sabe muchísimo más de crisis porque no tiene servicios eléctrico o de agua recurrentemente. Porque los camiones del aseo no la recorren. Porque no llega el gas a todas sus casas. Porque su hospital es rico en huecos, frascos vacíos y ambulancias dañadas. Porque su gente gana en bolívares aunque el país está dolarizado, que es como ganar en saquitos de arena viviendo en la Antártida.
Tal y como ocurrió hace más de 500 años, hace poco llegó un general a Cumaná a seguir el legado del garrote. No llegó a la ciudad por ser un individuo destacado en tales o cuales funciones, sino porque tiene el firme y espeluznante compromiso de no dejarse superar por otros. Porque, como en cualquier gobierno militar, el más alto de los escalafones lo tiene quien usa trajes de camuflaje aunque esté en medio del concreto, rodeado de civiles, edificios y mar. Llegó para ponerle una nueva cara a la banda más tiránica de la revolución, y eso que es difícil escoger solo una.
Venezuela es un país dominado por bandas que juegan a mantener sus zonas como lo hacen todas: con violencia, cada una con la que mejor maneja. Hay bandas que trafican comida en un país de desnutridos, droga en un país mula, armas en un país guerra, medicamentos en un país enfermo, cuerpos en un país sin alma. Hay bandas de perfumes costosos y camisas firmadas que ven, desde sus cómodas colinas y rodeados por cuerdas, cómo se hunde la gente. Hay bandas que mantienen al gobierno a punta de burocracia. Hay bandas que someten al barrio para que no se queje, bandas que se limpian el culo con las leyes y bandas que pisan las mangueras de cualquiera que pueda apagar un fuego. Venezuela es también el grupo de jóvenes que va a la escuela, la pareja que sale del cine, y el sexagenario que va a comprar pan y atraviesan el callejón justo cuando las bandas deciden caerse a tiros desde sus extremos.
Las bandas tienen más o menos poder dependiendo del lugar que ocupe lo que dominan. En este momento la jerarquía está del lado de la gasolina: quien la maneja es el rey. Como somos un país de extremos, antes el precio de un litro de agua era mayor al de un litro de combustible. Ahora al precio -al menos en Cumaná-, de un litro de gasolina es de 4 dólares y una relación muy estrecha con el gobierno central y los militares. En una ciudad de 300.000 habitantes solo una estación de servicios surte combustible, y quien filtra quién puede o no hacerlo es el heredero de la macana: el general.
1- Hasta cuando no están:
A principios de semana vi un video en el que los conductores de un carro, un autobús y una carroza fúnebre pedían llenaran sus tanques para trasladar los ataúdes que había en sus interiores hasta el cementerio. Las peticiones fueron negadas y las familias tuvieron que subirse los muertos a los hombros y caminar 16 kilómetros, bajo el sol de 32 grados que golpea constantemente ese yunque, con la promesa del descanso eterno disuelta.
2- Padre e hijo:
Hace unos días un teniente dejó cargar combustible a su padre, un taxista con un carro de los 60, de esos que no sabes si al subirte te asfixiará por su terrible carburación, o si te contagiará de tétano por ósmosis. El general se enfureció cuando se dio cuenta de que alguien no autorizado por él estaba llenando el tanque de su carro y mandó a poner preso al taxista. El teniente le dijo entonces que era su padre, que no tenían dinero ni comida y que necesitaba trabajar. El general le dio una cachetada al teniente y lo metió preso a él también.
3- Un pozo séptico en el corazón:
Una señora se acercó a la estación con los papeles que indicaban que al día siguiente debía aplicarse quimioterapia en Puerto La Cruz, una ciudad a hora y media de Cumaná. No tenía combustible y necesitaba llenar el tanque. Le negaron la gasolina.
4- Enfrentamiento de bandas:
Una persona que trabaja repartiendo alimentos para la gobernación –una banda que en esta nueva guerra de poderes ha perdido fuerza-, llegó a la estación con un salvoconducto firmado por la máxima autoridad del estado, el gobernador, en el que se autorizaba que se llenase el tanque. El general le rompió el salvoconducto a la persona en la cara.
5- Enfrentamiento de bandas 2:
Funcionarios del CICPC –Cuerpo de investigaciones civiles, penales y criminalísticas- llegaron a la estación para llenar los tanques de sus carros. Los guardias se negaron a hacerlo. Los funcionarios –otra banda que no tiene fuerza en esta ocasión-, se negaron a irse y el ambiente se puso caliente. No sé quién desenfundó primero, pero ambos cuerpos terminaron apuntándose los unos a los otros. Un comisario del CICPC tomó un surtidor, se bañó en gasolina y dijo algo así como dispárenme, pues, y nos prendemos todos.
Cumaná forma parte de un yunque oxidado sobre el que se sigue forjando con violencia. Uno que tuvo, por mucho tiempo, al movimiento como aliado para sortear golpes. Uno que se estancó, después de mucho deterioro, en la imposibilidad de agitarse, de andar y de esquivar. Uno que se estacionó, y con el, su risa.

Foto de Manuel Tineo
@tineofoto
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