Sí hay tal Robotina
- Valeria Provenzano
- 22 abr 2019
- 5 Min. de lectura
“What a terrible mistake to let go of something wonderful for something real”
― Miranda July, No One Belongs Here More Than You
El 2062 está aquí. Lo hemos estado representando desde hace algunos años con papeles magníficos. Nos gustan tanto las ideas de los autos voladores, los robots, la competitividad y hacernos las vidas imposibles, que todos somos un poco George, un poco Jane y, ¿por qué no?, un poco Astro también. Nos gusta la idea de la estética fría, la prevalencia del blue, la geometría perfecta. Nos gusta la superficialidad. Nos gusta la mecanización. Hasta la del amor.
Naces, creces, te reproduces y mueres, escuché decir a un profesor de biología una vez. Hablaba de lo más básico: del ciclo de la vida, del reino animalia, del hombre como industria pobladora del mundo. No hubo ilustración ni diferenciación entre especies en su discurso. No hubo una voz en off explicando lo que hacemos mientras estamos creciendo y nos estamos reproduciendo. No hubo más que la teoría sobre cómo perpetrar la humanidad en la tierra y sobre cómo nos renovamos naturalmente a partir de la muerte y el nacimiento.
A los 17 años me subí a un avión leyendo un libro. Hay algo que le hace creer a la gente adulta que no ve más allá de su círculo inmediato, que una persona joven leyendo un libro es un ser iluminado en peligro de extinción al que hay que admirar y, de alguna manera, felicitar. Por este motivo –muy falso-, aunque no acostumbro escuchar música mientras leo, uso los audífonos para crear una barrera entre el mundo exterior y yo –para que no me fastidien-, y ese vuelo no fue la excepción. Esto no detuvo, sin embargo, al señor desconocido al que le tocó el asiento a mi lado, quien tocó mi hombro para preguntar qué leía. Me quité el audífono, le mostré la portada del libro y le dije su nombre con una sonrisa cordial. Cuando me iba a poner el audífono de nuevo el hombre se presentó, me dijo que era médico y que venía de un congreso de no-se-qué. Sonreí de nuevo y me dispuse a introducir la almohadilla en mi oreja, pero me interrumpió de nuevo para “felicitarme”, porque en estos días los jóvenes no leen, no se preparan, andan pensando en tonterías. Sonreí falsamente, mientras pensaba en mis amigos mucho más estudiosos que yo, y en cómo se les subestima porque no leen en la calle. Imagínate tú qué juventud tenemos que se quieren casar hombres con hombres; ¿cómo nos vamos a reproducir?, prosiguió. Mi sonrisa se desdibujó y me puse el audífono lo más antipáticamente posible. Él volvió a tocar mi hombro y me preguntó qué pensaba una jovencita preparada sobre el tema. Le contesté que no lo sabía porque no soy una jovencita preparada. Ese día pensé en aquel profesor de biología y hoy pienso en ambos, y además en los supersónicos.
Pienso en las personas a las que no les hace ruido ese ciclo. Pienso en los estudiantes influenciados por el profesor y en cuántas veces les dijeron que tenían que casarse y tener hijos, como si se tratase de salir a comprar manzanas y tener que escoger entre rojas, verdes y amarillas. Pienso en los hijos heridos de las parejas infelices. Pienso en los sobrinos del doctor y en cómo les habrá exigido preparación pura y dura: método científico, fórmulas físicas, poesía barroca de memoria. En cómo a los 21 años saben combinar los elementos de la tabla periódica de memoria sin hacerlos explotar, y en cómo no han regalado estrellas fugaces ni caracolitos encontrados en la playa.
Pienso en quienes admiran el amor únicamente a través de una pantalla. En quienes creen que los amores de película son meramente ficcionales. En que no existen historias felices en la vida real. Pienso también en la banalización del amor, claro que sí, pero me da más pena por quienes creen que no hay gente que se quiere, que no somos merecedores de afecto, de cariño y de historias cursis.
Pienso en cuánto nos exigimos estudiando. En las horas en vela dedicadas a leer historia universal, a resolver problemas matemáticos, y en lo poco que nos exigimos al momento de defender el amor. Pienso en que damos todo lo que tenemos para salvar la materia que nos tiene la vida marchita. En que necesitamos sacar 100 puntos en la prueba final, y en que no obstante la dificultad, estudiamos hasta el desvelo. Y pienso en las veces que nos quedamos con las ganas de regalarle flores porque puede que no le gusten. En que podemos, o más bien debemos repetir la materia hasta pasarla, y al mismo tiempo en que no podemos, o más bien no debemos escribirle si no nos escribe antes. Pienso que ser humildes y aceptar equivocaciones, tanto propias como ajenas, pasó de moda. En que esperamos que la primera cita sea como las camisas que están expuestas en las vitrinas de la quinta avenida de Nueva York: sin hilos sueltos, perfumadas y perfectas. En que una mañana, tres años después del primer beso, nos damos cuenta de que algunas cosas han cambiado y entramos en pánico. Como si fuéramos papas fritas de McDonald’s y no personas que cambian todos los días.
Pienso en cómo nos sentimos resguardados poniéndole candado a los labios. Esperando que la otra persona diga, haga y demuestre. Pienso en que no nos dejamos llevar y sentir, por miedo. Pienso en que le damos vueltas a lo que debe ser simple y en que trivializamos lo importante. En que queremos y no lo decimos porque nos hace vulnerables, y en que decimos que sí al que dice papá o al que le gusta a mamá, porque es del mismo pueblo, de la misma religión, de una familia noble, trabajadora y honrada; y será más fácil eso que arriesgarse a hablarle al compañero de la clase de termodinámica II que te deja sin aliento cada vez que abre la boca. Pienso en lo mucho que se reescribe el currículo académico y en lo poco que se escriben cartas de amor.
Pienso en la pobre Robotina, un personaje creado para ser rutina, para ser gris, para el deber ser. Para demostrar cómo nos convertimos en lo que queremos construir. Pienso en cómo es querida por todos y cómo no puede apreciarlo porque no deja de ser un robot. Pienso en todas las veces que reconozco mi entorno en ella. Pienso en los padres que, al criar a sus hijos, se convirtieron en los Hanna & Barbera que escribieron el perfil de Robotina. Pienso en que el eufemismo mejores intenciones ha costado mucha felicidad. En que nos industrializamos tanto que invertimos en lo seguro y no en lo que queremos. En lo que deseamos. En lo que necesitamos.
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