«Perdóname, Dios mío», aunque supiera lo que estaba haciendo
- Valeria Provenzano
- 1 dic 2019
- 6 Min. de lectura
Un voyerista es una persona que disfruta contemplando actitudes íntimas o eróticas de otras personas, según el diccionario de la RAE, y aunque pueda sonar grotesco, y sin duda alguna pagano: soy una voyerista de iglesias. Mi actitud voyerista antagoniza al concepto tradicional porque no incluye el sexo, sin embargo se acopla en lo que al «placer a partir de la contemplación» respecta. Voyeur es la palabra francesa de la que deviene voyerista en español, y deriva del verbo voir, «ver», con el sufijo de agente eur, «el que ve», por lo que su traducción literal podría ser «mirón» u «observador», que es lo que soy: una persona que goza mirando iglesias.
Las iglesias son mucho más que el lugar de encuentro de una congregación, de la difusión de la palabra sagrada o de la práctica de rituales religiosos: las iglesias son museos, salas de cine y obras de teatro. Son las custodias de frescos y esculturas alucinantes. Son el resguardo de Marías que algunas veces parecen vírgenes francesas y otras angélicas árabes, como si de actrices que juegan el mismo papel se tratara. Son las luces que se cuelan en los vitrales e iluminan columnas góticas, y las distintas versiones de Vía Crucis con más y menos llanto. Son niños rechonchos, puros y sabios y lámparas que parecen hechas por divinidades. Son coros grabados y conciertos sacros en vivo con mejor acústica que tantos festivales. Son órganos imponentes, y pisos, y techos, y contrastes entre ellos que nos hacen caminar en círculos sin darnos cuenta. Para los católicos, las iglesias son sagradas por su valor religioso, filosófico y moral. Para los amantes de la belleza, las iglesias son sagradas por su incesante capacidad de exponer la interpretación y los secretos del arte occidental. Para los católicos, el silencio, la oración, la reflexión y lo que se escucha en una iglesia es revelador. Para los que entramos a admirarlas, la atención a los detalles es revelador. Es como si la conjugación de inciensos, conspiración y poder, dejara pistas a los curiosos para que nunca nos saciemos del asombro por ellas.
Ayer, por ejemplo, fui a Milán y entré a seis iglesias. En una de ellas vi un cuadro del Arca de Noé en el que la tercera pareja de animales en la fila para salvarse del diluvio eran unicornios. En otra me encontré con 12 paneles de mármol negro y blanco en el piso, con grabados que representan los signos del zodíaco acompañados de las fechas de entrada de cada uno. Sí, con un escorpión para escorpio, un toro para tauro y una balanza para libra, como los muestran los astrólogos en la tele. Luego subí 551 escalones para admirar la ciudad desde la cima y preguntarme cómo demonios, hace más de 200 años, pusieron cruces, y gárgolas, y santos sobre pináculos a 108 metros de altura, ¿Con qué arnés?, ¿con qué medidas de seguridad?; y en otra, jugué a los espías.
Después del Duomo di Milano, la fachada de La Scala y el Castello Sforzesco, mi amiga Valentina y yo decidimos ir a la Iglesia Santa Maria delle Grazie, especialmente para ver La última cena, de Leonardo Da Vinci: la pintura original, la del código, la de los enigmas y las claves, la que está reproducida en el 80% de los comedores italianos, la que inspiró tantos libros, la de las teorías de María Magdalena y la culpa de Judas Iscariote.
Pasamos cerca de la puerta, pero no nos detuvimos en ella porque vimos un anuncio desesperanzador que decía “no más visitas” custodiado por tres hombres, uno de ellos vestido con un hábito blanco. La boletería, además, estaba cerrada. Seguimos de largo y fantaseé diciéndole a Valentina: -¿Y si le digo que venimos de una congregación de Sudamérica, especialmente a esta iglesia, a pagar una promesa?- luego reí. Ella me miró con cara de haberse sacado la lotería y me dijo: - ¡Échale bolas, pues! - con su mejor acento caraqueño malandro, hablando muy en serio. – ¿Estás loca? – le pregunté, – No puedo mentir para entrar a la iglesia, marica, hay un párroco en la puerta-. Me miró con desaprobación y dijo: - No seas pendeja, chica, la última cena está allá adentro –.
En estos tiempos de convulsión y extremos es poco convencional que yo, una mujer feminista, liberal, laica, que está a favor de la legalización del aborto y muchas otras cosas que me alejan tanto del paraíso, respete los templos, las religiones y la fe de la gente: pero es así. Vengo de una familia católica de las de verdad: mi papá se terminó de criar con los curas, mi mamá va a la iglesia los domingos, mi nonna, primos y tíos hacen promesas de esas de visitar tal monumento de tal virgen, o hacer la peregrinación del nazareno, llevar flores, o donar a los necesitados, cuando alguien de enferma, y cuando las plegarias se cumplen, ellos hacen su parte. Si bien no son fanáticos de mi no religiosidad y falta de fe, me respetan, y yo no les puedo pagar de otra manera, ni a ellos ni a las personas que creen de verdad, porque la cara bonita de la religión no es otra cosa que el amor, y burlarme de ese amor incondicional que ellos sienten no me hace sentir bien… Pero Valentina tenía razón: la última cena tenía que estar por encima de mi conflicto moral. Así que me acerqué a la puerta, en la que ya no estaba el párroco, y comenzó el teatro.
- Hola, ¿podemos entrar? – pregunté. Uno de los hombres, el más joven, contestó un no seco como un cactus.
-¿Y si somos feligresas? – repuse.
- ¿Vienen a rezar? – preguntó el hombre viejo, un poco más simpático.
- Venimos a la misa – contesté mientras miraba mi reloj - seguramente van por la primera lectura… o si el cura es muy rápido, apenas por la ofrenda, son las 6:11- seguí.
- Están rezando el rosario- dijo el viejo, sonriendo.
– En nuestro país se reza el rosario a las 5:30 y la misa empieza a las 6, normalmente… pensábamos que llegábamos a tiempo para la misa – contesté sonriendo de vuelta.
- ¿De dónde son?– preguntó él.
- De Venezuela – le dije.
El viejo se separó de su compañero, dejándonos espacio para pasar y dijo: – al fondo, a la izquierda, están haciendo el rosario. Si quieren entran de una vez y esperan la misa–. Sonreímos agradecidas y entramos.
Lo primero que encontramos tras la puerta fue la pila bautismal. Metí la mano, toqué el agua y me persigné. Valentina hizo lo mismo. La función debía continuar al menos hasta que pudiéramos ver el cuadro.
- Feligresas – susurró Valentina con voz burlona a mi oído.
- Cállate que mentí en la puerta de la casa del Señor – Le contesté.
- No mentiste, usaste el condicional: “¿y si somos feligresas?”– repuso; -además, fue por una causa noble-.
El diablo es puerco, pensé mientras escuchaba a Valentina intentando combatir mi culpa y me percataba de la inmensa oscuridad que nos rodeaba. Solo el santuario estaba iluminado, lo que no nos dejaba detallar mucho. Caminamos juntas por la nave izquierda, casi cabizbajas, casi penitentes, dando vistazos introvertidos a las paredes y los cubículos en los que se adora y encienden velas a los santos de yeso. Nos sentamos muy cerca del santuario y aprovechamos de mirar con más de calma y libertad a nuestro alrededor. Todo muy lindo, muy renacentista e imponente, pero el rosario iba por el quinto misterio doloroso y no había rastros del Da Vinci, hasta que Valentina tocó mi brazo con su codo y dijo: -allá está -, señalando con la cabeza una cortina bordó que cubría por completo un cubículo de los que resguardan imágenes. –Tiene que estar detrás de eso, vamos- dijo emocionada. Se paró y yo la seguí. Fuimos a paso detenido, de nuevo cabizbajas, cuchicheando.
- Hacemos como si le estamos rezando al santo de al lado y metemos el ojo- dije yo.
- Me avisas y yo levanto la tela – dijo ella.
Cuando estaba por hacerlo, pasó una monja cerca de nosotras, así que pospusimos la operación. Cuando la monja se sentó, entró a la iglesia el muchacho joven de la puerta, así que Valentina hizo la finta de que iba a encenderle una vela al santo. Cuando no había moros en la costa yo estaba más cerca de la cortina, así que la entreabrí y miré hacia adentro. Era un cubículo en remodelación, sin señas del cuadro.
La misión estaba por fracasar así que jugamos nuestra última carta: la separación. Ella caminó sobre los pasos que ya habíamos dado, más detenidamente, y yo me aventuré sobre los últimos metros de la iglesia, el territorio aún no explorado. Un anuncio en la cartelera informativa de la parroquia me dio la cachetada final: La última cena fue transferida momentáneamente al museo xxxxxx. El diablo es puerco, volví a pensar mientras buscaba en el teléfono los horarios de aquel museo. Ya estaba cerrado y nuestro autobús de regreso a Turin salía en dos horas.
La única última cena que vimos esa noche fue un par de helados. Nadie se burla de los escoltas de Dios, en la casa de Dios, para ver una pintura del hijo de Dios y sus amigos, y se sale con la suya para contarlo.

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