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Otra vez 15

  • Foto del escritor: Valeria Provenzano
    Valeria Provenzano
  • 28 may 2019
  • 3 Min. de lectura

La biblioteca de mi escuela tiene un programa, algo así como un servicio comunitario, que se dedica a asistir a niños del barrio de entre cuatro y doce años con las tareas que les mandan en el colegio. Erica, Sofia, Jordi y yo, estudiantes del primer año del único programa dictado en inglés, fuimos hace tres semanas a formar parte de esta actividad. Jordi, mexicano como taco al pastor, le comentó a la muchacha que no hablaba italiano y ella le contestó que no habría problemas porque podía ayudar con tareas de inglés. Ahí estaba el tren que yo debía tomar porque mi ignorancia no me permitiría sentir comodidad aclarando dudas sobre historia italiana o sobre análisis de oraciones complejas, así que le dije que, como el italiano no es mi lengua materna, también prefería ayudar con tareas de inglés. Ella me miró con desconfianza y me dijo que no me preocupara. A cada uno le dio una mesa y, a medida que llegaban los niños, los asignaba.


Desde la entrada del salón, la facilitadora le indicó a una nena de unos 12 años que se acercara a mí. Ella lo hizo, sacó su cuaderno y me mostró su tarea de geometría. Desde el año 2008, que me gradué de bachiller, no hago más que sumas, restas, multiplicaciones simples y reglas de tres. No sé cómo pasé por alto que si hay algo en lo que me siento más insegura que explicando morfosintaxis en italiano, es explicando matemáticas en cualquier idioma. La niña abrió su libro lleno de áreas, perímetros. L+L+L, triángulos equiláteros y figuras. Me imaginé los espectros de Cristina, Diego y Rodolfito a mi alrededor, riendo a carcajadas, recordándome que pasé mis últimos años de física y matemáticas en el colegio porque los tenía cerca a ellos y a Rodolfo papá, que en quinto año se dedicó a explicarme fracciones y leyes, e intentando que me aprendiera fórmulas.

Refresqué mi memoria con la teoría. Le pregunté a la niña si sabía dividir y me regaló su más cínica sonrisa. Claro, es obvio que para hacer estas cuentas hay que saber dividir, pero no me dijeron que, además de hacer malabares con signos y números, me toparía también con la ironía de la pre adolescencia... Supongo que eso también era obvio.


Mientras enfrentaba mi mayor miedo académico de la adolescencia me preguntada por qué me fue tan mal hace 13 años, cuando la matemática dejó de ser una materia normal para transformarse en un monstruo de tres ojos y muchas garras. La respuesta era evidente, sólo tuve que levantar la cabeza y mirar alrededor: lo mío siempre fue leer... y nunca aprendí alemán, así que un montón de consonantes juntas jamás tendrán sentido para mí. Y ahí estaba de nuevo lidiando con la B, la b y la h. Recordaba la h porque una vez un compañero me dijo: “es lógico que la hache es de altura”, yo le pregunté por qué la h era de altura y él me contestó que porque altura se escribe con h. Haltura. Esa no se me va a olvidar. Y luego B y b: Base mayor –con mayúscula claramente – y base menor – con b minúscula. Nada más. Ni siquiera ubicarlas en la figura. Sólo la teoría.


Cuando entramos en materia le empecé a agarrar la onda a la cosa y de alguna manera me gané el respeto de la niña, porque dejó de hacer expresiones irónicas. Todo hasta que, para aclararle un resultado, sumé 15 + 7 con las manos y llegó la facilitadora con una calculadora, porque resulta que en esta era los niños pueden usar calculadoras en sus tareas y pruebas. Además de inepta, anticuada. La niña leyó mi mente y pude ver en su mirada mi expresión de joven insolente. La justicia poética me llegó con las matemáticas.


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