Breve texto desordenado sobre la amistad
- Valeria Provenzano
- 5 mar 2020
- 2 Min. de lectura
Nos enseñan, nos enseñamos y replicamos las obligatoriedades. La subordinación impuesta. El amor incondicional así sea mezquino. Y mientras batallamos por mantener eso a flote, olvidamos agradecer al desinteresado, al noble, al más franco de todos.
La amistad es el amor sin deberes ni intimaciones. Es el menos egoísta y exigente, el más fiel, el más libre, el más puro. No te intima a ir a la iglesia porque respeta tus paraísos, pero si te tiene que sacar a patadas de casa para que des el paso de hablarle a quien te va a robar parte de su tiempo, para enfrentar el proyecto que, aunque te apartará de los sagrados «jueves de birras», significará tu plenitud laboral, o para ayudarte a vencer el miedo a las alturas, así vivas en medio de la llanura, lo hará. Porque celebrará cualquier tiempo en el que seas feliz. Porque no necesita ser parte de lo que te genera bienestar para alegrarse.
Los códigos en una amistad, en una genuina, no necesitan pre acordarse, ni establecerse con papeles, ni compartir apellidos o tumbados al caminar. No hay acuerdos que fundar, ni promesas que cumplir cuando no se tienen ganas. No cela desde el ego sino desde la felicidad del otro. No nos pertenece, porque los amigos no son nuestros como un hijo, una hermana o una esposa. Porque nuestros amigos son, y con ellos somos. La amistad no sabe de compromisos sociales, ni de aburrimientos, ni de convenios, y aun cuando termina, aun cuando aburre, se deja de lado, o se acaba su tiempo, se recuerda con placidez muchas más veces que con pena.
Cuando alguien muere, se le da el pésame a la familia: a la viuda, a los hijos, al padre, al hermano, a la abuela y a la prima. A quienes le vieron nacer y crecer, le cambiaron el pañal y durmieron en el mismo cuarto, porque las familias se devastan cuando «pierden», algo. A los amigos no se les da el pésame porque hasta en el dolor son más generosos, independientes y conscientes. Porque hasta para eso nos prepara la amistad, para vivir sin ella, para recordarla desde la complacencia y así vencer el luto. Porque hasta para eso son espléndidos los amigos: porque hasta en la muerte nos cuidan del sentimiento horrible de que «nos quitan» algo. Porque un amigo es, «siempre», parte de nosotros, aunque no lo veamos, aunque no lo escuchemos, aunque no nos escuche. Porque bastó ese momento en el que estuvo, en el que nos hizo sentir «amigo» para fundirse por siempre en nosotros.
Los amigos son el agua fresca al final de la carrera. La sábana limpia del mendigo. La llegada de la primavera. El amor real.

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